viernes, 30 de octubre de 2015

LEGADO
Desde que la madre Laura conoció a los indígenas, supo que eran hijos de Dios, que tenían alma y que merecían conocer la gloria de la religión. Ella contradijo a la Iglesia al creer que no eran animales salvajes sino personas con derechos y deberes.
Incluso contradijo a los mismos ancestrales, quienes creían que no tenían alma, que eran una vergüenza para la sociedad y que merecían ser esclavos.
Ella se acercó a las comunidades más despreciadas y desprotegidas por el Estado y por la Iglesia con el deseo de que recuperaran su identidad, sus derechos y, al mismo tiempo, conocieran y amaran a Dios.
Caminó por los lugares más inhóspitos de Antioquia, tocó cada puerta de las comunidades indígenas con el fin de enseñarles a leer y a escribir en español, para que con sus ojos comprendieran la palabra de Dios.
Ester Pineda Ospina, una de las hermanas Lauritas, cuenta que la misionera dedicó su vida a predicar la Biblia en la selva. “La novedad de la madre Laura, aparte de su carisma y espiritualidad es que para ella la comunidad nacía en el monte, no en conventos ni monasterios”, relata.
La predicadora no solo se preocupó por darles evangelio a los pueblos ancestrales, también por su salud, educación y dignidad. Le reclamó al Estado por los derechos indígenas, exigió que los reconocieran como personas para que les dieran participación en la vida política, los incorporaran en la sociedad  y así dejaran de ser invisibles.
La madre siempre se identificó con los indígenas, decía que iría hasta el fin del mundo con tal de que ellos conocieran y adoraran a Jesús. Por eso, no en vano, el poeta Jorge Robledo Ortiz escribió: “para ella, fue indio todo anhelo, india la luz que le promete el cielo y también indio el corazón de Dios”.


No hay comentarios:

Publicar un comentario